Harav Yitzchak Ginsburgh

martes, 9 de agosto de 2011

Uniendo los Cuatro Elementos en el Alma


Los dos elementos fuego y agua se unen en el Templo. Los dos elementos aire y tierra se unen en la Tierra de Israel.
En el Templo ofrecemos sacrificios a Dios. Los sacrificios ascienden en llamas en el altar. La Torá llama “fuegos” a los sacrificios. Cuando ofrecemos un sacrificio, nos percibimos ardiendo y siendo consumidos por Dios (a los sacrificios también se les conoce como el “pan” de Dios). Experimentamos amar a Dios con todas nuestras fuerzas, no sólo estar listos para entregar nuestra vida por Dios (si así Él lo desease) sino la de ser de hecho consumidos por Él, transformándonos en una parte de Su esencia (tal como el alimento se vuelve parte del cuerpo) – el más alto nivel del amor por Dios.
El servicio del Templo alcanza su ápice en la festividad de Sucot, “el tiempo de nuestra alegría”. Sacrificios son ofrecidos en abundancia, incluyendo 70 vacas, una por cada nación de la tierra (haciendo de Sucot una festividad universal). Sin embargo, la alegría de Sucot no llega a su punto máximo con el sacrificio de los animales en el altar, sino al verter aguas vivas (es decir, de manantial) en el altar. Se dice de estas aguas que son atraídas con alegría de “los manantiales de de la salvación.”
En el Templo del futuro (descripto por Iejezkel, que contemplamos y por el cual rezamos y meditamos todos los días) una pequeña fuente de agua mana desde el Santo de los Santos. A medida que pasa a través de los límites del Templo y sale del Monte del Templo crece más ancha y profunda hasta que se convierte en un caudaloso río que desemboca en el mar y endulza todas las aguas sobre la tierra, trayendo salud y prosperidad a toda la humanidad.
En el lenguaje de Jasidut, el fuego del Templo es la experiencia de que “Dios es todo” (no hay nada más que Dios, no existe nada más que Él), mientras que el agua del Templo es la experiencia de que “todo es Dios” (toda la realidad es Divina en esencia, y si “todo es Dios,” entonces todo es bueno y dulce –ya no existen aguas amargas sobre la faz de la tierra).
De la Tierra de Israel está dicho: “El aire de la Tierra de Israel nos hace sabios”. El aire de Israel es propicio para que nos volvamos sabios en la sabiduría de la Torá, como está dicho “no hay Torá, como la Torá de la Tierra de Israel”. La sabiduría es penetrar en las profundidades de la realidad (los secretos de la creación) y un sentido profundo de la intuición de la causa y el efecto en nuestra vida.
La tierra de la Tierra de Israel es sagrada. Los sabios preguntan: “¿Por qué se la llamó ‘tierra’ [ארץ, eretz]?” Ellos responden: “Porque deseó [רצתה, ratztá] hacer la voluntad [רצון, ratzón] de su Creador”. La “Tierra” fuera de Israel también alude a la “voluntad”, pero una voluntad que no está alineada esencialmente con la voluntad de Dios, como lo está la voluntad innata de la Tierra de Israel.
 Y así, el aire de Israel es la fuente de la sabiduría, mientras que la tierra de Israel es la fuente de la voluntad rectificada. La voluntad y la sabiduría son las dos propiedades más fundamentales del alma (que corresponden a las primeras dos sefirot). La Tierra de Israel nutre a ambas, como una madre amamanta a su hijo. En contraste, la experiencia en el Templo es experimentar realmente de forma “madura” a Dios Mismo (más allá de la rectificación de nuestra propia alma).
“Crecemos” en la Tierra de Israel, respirando su aire y pisando su tierra, y luego llegamos al Templo para ver a Dios (fuego) y ser vistos por Él (agua).

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